Comentario
Capítulo XXIII
De cómo el capitán Francisco Pizarro dio la vuelta y saltó en algunos lugares de los indios, donde fue bien recibido, y lo que más le sucedió
Alonso de Molina, el español que por hacer la tormenta no pudo entrar en el navío, como en el capítulo pasado se contó, habíase quedado entre los indios, los cuales lo llevaron donde estaba una cacica, de parte de aquella tierra, donde fue bien tratado y servido sin le hacer enojo ni mal ninguno, antes ni hacerlo dejaban, preguntándole lo que ellos saber deseaban. El capitán, vuelto en el navío, arribó hasta que llegaron en paraje del puerto a quien llamaban Santa Cruz, y entró tan tarde, que eran más de tres horas de noche. Los indios veían el navío y lo mismo Alonso de Molina; aderezaron con presteza una balsa, donde yendo dentro el cristiano con algunos indios, aunque era tan noche, fueron al navío, donde fueron bien recibidos del capitán y de sus compañeros. Enviando la señora "capullana" a rogarles que saltasen en un puerto que más bajo estaba hacia el norte, donde serían de ella bien servidos. El capitán respondió que era contento de lo hacer. Contaba Alonso de Molina muchas cosas de lo que había visto; loaba la tierra de gruesa; decía que no llovía, y que por mucha parte de la costa con agua de regadío sembraban las tierras; y que contaban mucho del Cuzco, y de Guaynacapa. Hablando en estas cosas llegaron al puerto dicho donde surgieron para saltar en tierra, y vinieron muchas balsas con mantenimiento y ovejas que enviaba la susodicha señora; la cual envió a decir al capitán, que para que se fiase de su palabra y sin recelo saltara en tierra, que ella se quería fiar primero de ellos y ir a su navío, donde los vería a todos y les dejaría rehenes para que sin miedo estuviesen en tierra lo que ellos quisiesen. Con estas buenas razones que la cacica envió a decir, se holgó el capitán en extremo; daba gracias a Dios porque había sido servido que tal tierra se había descubierto, pues sería su santa fe plantada y el evangelio predicado entre aquellas gentes que tan buena razón tenían y entendimiento. Mandó que saltasen en tierra cuatro españoles, que fueron, Nicolás de Ribera, que es el que de todos es vivo en el año que yo voy escribiendo lo que leéis, y Francisco de Cuéllar, Halcón y el mismo Alonso de Molina, que había quedado primero entre ellos. Halcón llevaba puesto un escofión de oro con gorra y medallas y vestidos un jubón de terciopelo y calzas negras, llevaba con esto ceñida su espada y puñal, de manera que tenía más manera de soldado de Italia que de descubridor de manglares. Fueron derechos donde estaba la cacica, la cual les hizo a su costumbre gran recibimiento con mucho ofrecimiento, mostrando ella y sus indios gran regocijo. Luego les dieron de comer, y por los honrar se levantó ella misma y les dio a beber con un vaso, diciendo que así se acostumbraba en aquella tierra a los huéspedes. Halcón, el del jubón y la medalla, parecióle bien la cacica y echóle los ojos, porque sin la avaricia que acá nos tiene, es mucha parte la lujuria para que hayan sido muchos tan malos. Como hubieron comido, dijo esta señora que quería ver al capitán y hablarle para que saltase en tierra, pues vendría según razón fatigado de la mar. Respondieron los cristianos que fuese en buen hora. Halcón, mientras más la miraba, más perdido estaba de sus amores. Como llegaron a la nao, el capitán le recibió muy bien, así a ella como a todos los indios que venían con ella, mandando a los españoles que los tratasen con crianza. La señora, con mucha gracia y buenas palabras, dijo al capitán que, pues ella, siendo mujer había osado entrar en su navío, que él, siendo hombre y capitán, no había de rehusar de saltar en tierra; mas que para su seguranza, quería dejar en el navío cinco principales en rehenes. El capitán respondió que por haber enviado su gente y venir con tan poca, no había saltado en tierra, mas que, pues ella tanto se lo rogaba lo haría sin querer más rehenes que su palabra. Muy contenta "la capullana" con lo oír, se lo agradeció, y habiendo visto el navío y sus aparejos, se volvió a su tierra, sin que Halcón apartase los ojos de ella, antes andaba dando suspiros y gemidos. Luego otro día por la mañana, antes que el sol pareciese, estaban alrededor de la nao más de cincuenta balsas con muchos indios para recibir al capitán, y en la una venían doce principales, los cuales entraron en la nao y hablaron con el capitán para que saliese en tierra y ellos quedarían hasta que volviese, porque era muy justo que así se hiciese, pues se iba a meter entre gente extranjera. El capitán respondió que no pensaba que en ellos había cautela, antes los tenían por hermanos y fiaría su persona de cualquiera de ellos; y aunque mucho porfió que saltasen todos en tierra no aprovechó, porque ellos quedaron y estuvieron en la nave, hasta que lo vieron dentro y sin quedar más que los marineros. Salió el capitán y el piloto Bartolomé Ruiz con los otros, y salieron a recibirlos la cacica con muchos principales e indios con ramos verdes y espigas de maíz con grande orden; y tenían hecha una grande ramada, donde había asientos para todos los españoles juntos, los indios algo desviados de ellos, mirándose unos a otros. Y como estuviese la comida aparejada, les dieron de comer mucho pescado y carne de diferentes maneras, con muchas frutas y del vino y pan que ellos usan. Como hubieron comido los principales indios que allí estaban, con sus mujeres, por hacer más fiesta al capitán, bailaron y cantaron a su costumbre; el capitán estaba muy alegre en ver que eran tan entendidos y domésticos; deseaba verse en Castilla del Oro para procurar la vuelta con gente bastante para sojuzgarlos y procurar su conversión.